lunes, 23 de septiembre de 2013

Noche.

Domingo, 7:48 p.m.
Es esa época del año en que la luz se va antes de las siete, fumo un faro tras otro y trato constantemente de evitar  mi reflejo en el vaso de whisky que se pasea entre mis manos, rompiéndome las sienes y taladrándome la mente con el chicle desabrido que he masticado por tres horas. Hablar de lágrimas sería dar demasiada vida a lo lúgubre de mi situación, no porque no esté llorando, de hecho lo hago sin parar; sino porque al parecer he desarrollado la capacidad de llorar lejía, sin líquido, doloroso, ardiente al grado de volverme yagas la piel.

Aún domingo, 11:11 p.m.
"Lee mis labios", digo frente al espejo; "Ya no me dueles, artista barato, ya no te extraño".

Lunes, 2:54 a.m.
Tengo adormilados los dedos de las manos, hay sangre en mis nudillos y casi puedo ver el hueso brotando del dedo medio. Ya no hay espejos, no hay en el baño ni en mi habitación, no hay ningún vidrio ileso en la casa, camino por un pasillo sosteniéndome la cabeza entre las manos, a ciegas, no hay más luz que la de la luna entrando por la única ventana que dejé sin protección, por si algún día tenía ganas de saltar del quinto piso en el que vivo, casualmente el vidrio también está roto, como todo a mi alrededor; es como todas esas veces en que deseé morir, solo que aún estaba con vida, y eso me hacía ansiar con más ganas querer llegar a la luz, a la ventana.

Un lunes ya sin luna, mismo día, 3:18 a.m.
Estoy sentada en el marco de la ventana, con pedazos de vidrio encajados en mi trasero, la botella de whisky entre mis piernas, un faro a medio fumar en la boca y un trozo de espejo en mis manos heridas. He decidido soltar todo y dejarme ir, regalarle al artista un último lienzo, pálido, con cierta textura indescifrable, uno en el que cualquier color vibre; como vibra el cielo iluminado en una tormenta eléctrica. He comenzado a cortar la piel de mis antebrazos, de mis piernas; no quiero morir, así que hago cortes a penas tan profundos como para desprender los rectángulos de piel a tirones, duele infiernos, pero el whisky me adormece después de uno o dos minutos de estar gritando como si quisiera deshacerme las cuerdas vocales. Voy a hacerte un lienzo con lo único que te gustó de mí.
Puedo ver el músculo al rojo vivo palpitando, ardiendo, secándose y sangrando a chorros. Río para mis adentros, me carcajeo en silencio mientras mis ojos liberan agua salada que hace que mis mejillas ardan tanto o más que mi carne sin piel, sangro y de pronto todo se oscurece dentro de mis párpados; siento una caída, pasan unos segundos y sigo cayendo, estiro las manos tratando de aferrarme al borde de mi ventana, pero por alguna razón ya no está ahí. Un fuerte golpe en la nuca, seis minutos de shock y de repente todo se vuelve luces... ¿Ya amaneció?

Lunes fluorescente, luz artificial, 04:50 a.m.
En camilla al quirófano, inmóvil.

martes, 17 de septiembre de 2013

Ella abrió sus piernas al ritmo de algún preludio, de algún pianista cuyo nombre ya olvidé;
se deshizo de su ropa sin pensarlo dos veces y dijo "quédate".
La dama en cuestión se limpió con las manos las lágrimas de las mejillas mugrientas
y se secó las manos en un sucio delantal colgado en la pared de una cocina cuyo olor me hizo enfermar.
Se aferró a una pierna del caminante y dijo "quédate" una vez más, pero,
¿Quién querría quedarse a verla berrear? ¿Quién soportaría mirarla arrancarse uno a uno los cabellos, rebanarse los dedos y rasguñarse el pecho, para después limpiarse en el mismo delantal?
Se abrazó a sus pechos fríos, y frotaba su barbilla contra sus hombros, con un gesto de ternura.
Derramó otra lágrima y de su garganta nació un sollozo antes de gritar:

"¡QUÉDATE!"

Ni el aire permaneció ahí, pues sentía como poco a poco se le escapaba de los pulmones,
el silencio se esfumó, pues el llanto llenó la habitación por horas.
Yo me fui, pues de cualquier modo nadie había notado mi presencia,
y el caminante siguió andando, matándole el alma en cada huella.