martes, 17 de septiembre de 2013

Ella abrió sus piernas al ritmo de algún preludio, de algún pianista cuyo nombre ya olvidé;
se deshizo de su ropa sin pensarlo dos veces y dijo "quédate".
La dama en cuestión se limpió con las manos las lágrimas de las mejillas mugrientas
y se secó las manos en un sucio delantal colgado en la pared de una cocina cuyo olor me hizo enfermar.
Se aferró a una pierna del caminante y dijo "quédate" una vez más, pero,
¿Quién querría quedarse a verla berrear? ¿Quién soportaría mirarla arrancarse uno a uno los cabellos, rebanarse los dedos y rasguñarse el pecho, para después limpiarse en el mismo delantal?
Se abrazó a sus pechos fríos, y frotaba su barbilla contra sus hombros, con un gesto de ternura.
Derramó otra lágrima y de su garganta nació un sollozo antes de gritar:

"¡QUÉDATE!"

Ni el aire permaneció ahí, pues sentía como poco a poco se le escapaba de los pulmones,
el silencio se esfumó, pues el llanto llenó la habitación por horas.
Yo me fui, pues de cualquier modo nadie había notado mi presencia,
y el caminante siguió andando, matándole el alma en cada huella.



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